Las mujeres andinas, todavía más quechuas que mestizas, con sus tan variopintos sombreros —algunos son altos y estrechos, otros bajitos y redondos, marrones, negros o verde oscuro, con adornos de flores o cintas alrededor de la copa—, distintos entre sí según la comunidad, todas ellas perdidas en los Andes, donde los edificios no existen, se sientan encima de las mantas que desanudaron a sus espaldas, donde llevaban a sus hijos, el almuerzo, la comida que iban a vender por la calle, o alguna de sus llamas, todavía chiquitas caminando por las calles del casco histórico de la ciudad.
Pepe del Amo González