Dicen que, por mucho que cambie un lugar, por mucho que evolucione, seguirá siempre manteniendo su esencia, que siempre conservará algo que hará que aquellos que se fueron lo reconozcan al volver como su hogar. Quizás sea cosa mía, que nunca me sentí muy patriota, pero sin haberme ido nunca del todo, cada vez que visito Salt tengo más la sensación que está perdiendo (por no decir que ha perdido) su alma.
Y no, no es por los nuevos ciudadanos o porque el entretenimiento para sus habitantes haya llegado de la mano de un centro comercial. Es algo más difícil de explicar. Es pasear por sus calles y encontrarte que quedan apenas unas pocas tiendas de las de toda la vida y que en su mayoría han sido substituidas por bazares multiculturales que no invitan a quedarse por el pueblo para ir de compras o pasar la tarde; es encontrarte que a tu cole le han cambiado el nombre y que en el nuevo instituto ya no queda más que uno de los profesores que tuviste porque el resto ha salido corriendo; es que, y vale que tal vez no se puede considerar pequeño un pueblo de 30.000 habitantes, pases todo un día dando vueltas por él y no te encuentres a nadie conocido; es ver como el primer boom inmobiliario destrozó los campos de maíz y los accesos al riachuelo donde íbamos a buscar bichos para clases de ciencias y el segundo ha dejado descampados llenos de vallas y ladrillos por montar; es ver como un teatro que acoge parte de uno de los mejores festivales tiene los posters de la fachada que se caen a jirones…
Todo esto es, evidentemente, muy subjetivo. Probablemente quienes todavía viven el día a día no tengan esa sensación. A lo mejor solo es un pensamiento más de esas de que tienes al hacerte mayor y de, como diría mi buen amigo Ramon imitando a nuestros abuelos, “Abans tot això d’aquí eren camps”, pero con un toque más humanista y social.
O quizás sean dudas que te surgen cuando de visita a la familia te preguntas a qué llamamos hogar.