Aprovechando las noches de insomnio para cumplir retos velados. Daniel, no me critiques demasiado, que hace mucho que mi ficción literaria se limita a los pies de fotos de Instagram.
Abandonada y fuera de lugar, aquella flor se marchitaba recordando tiempos mejores, cuando formaba parte de un jardín de aquellos que, irremediablemente, todos se paran a observar: tonos suaves, fragancia exquisita, combinaciones elegantes… Perfección.
Pero entonces llegó él. Era el pequeño de la casa, aunque de niño ya tenía poco. Mimado, caprichoso, con tendencia a la melancolía y demasiado enamoradizo. Tenía todos los ingredientes para convertirse en un ser vulnerable. Tan vulnerable como las margaritas que deshojaba intentando adivinar si su amor era correspondido y tan frágil como las rosas que regalaba a sus amantes pasajeras.
La historia se repetía. Lo vieron salir al jardín tarareando aquella canción e ir de un lado para otro buscando la rosa perfecta. Entonces se detuvo y la vio. Era esa. Tenía que ser esa porque era la mejor, la más bella. La acarició, disfrutó de su fragancia unos segundos, la cortó con cuidado y se deshizo de todas sus espinas. No quería que su primera cita se estropeara por un incidente que habría podido evitar.
Pero tanto cuidar detalles insignificantes, no se dio cuenta que aquella chica no era como las demás. Ella llegó puntual. Él la invitó a una copa de vino blanco en el porche, acompañados de una puesta de sol que potenciaba la belleza de aquel lugar. Ella observaba el jardín con admiración. Él le regaló la mejor flor. Ella se giró, lo observó y la rechazó. “No puedo -le dijo-. Has deshojado mil margaritas y has regalado cientos de flores. ¿Cuál de ellas soy yo?”. Él no esperaba una respuesta como esa y de repente se dio cuenta de lo que significaba. Había tonteado con muchas chicas, pero había sido incapaz de comprometerse.
Aquella noche no podía dormir. Le dio vueltas a la conversación que había tenido aquella tarde y se atormentaba pensando si sería capaz de querer de verdad alguna vez. Y miraba aquella flor que ella le había rechazado y entendía que no era suficiente con escoger la mejor si el gesto no salía del fondo del corazón…
Sin saber bien como volver a empezar, sacó la rosa al falso balcón de su habitación, esperando que apareciera uno de esos jardineros capaces de hacer magia. Así como en una metáfora, creía que si alguien aceptaba el reto significaría que tenía otra oportunidad. Pero pasaban los días y la flor seguía en el balcón, marchitándose poco a poco pero resistiéndose a morir.
Él dejó de cortar rosas y de deshojar margaritas y empezó a escribir poesía. Nadie se atrevió a aceptar el reto, pero su rosa se negaba a morir sin luchar. ¡Y brotó otra flor!
La rosa, se equivocaba: nunca existieron tiempos mejores. El presente, tan cambiante aún su estática naturaleza, es siempre el mejor momento. El tiempo antes pasado, con las experiencias vividas, resultaba imprescindible (a la rosa, al chico, a la chica) para poder apreciar como correspondía la realidad de dicho presente (la única realidad, lo único que importa). Nadie nace sabiendo querer. Nadie nace jardinero o mago. Pero todos nacemos poetas.
Bien por la chica, puntual, que sin embargo erró al considerar la rosa como un reflejo suyo y los ofrecimientos anteriores como infidelidades imposibles.
Bien por la rosa, que afín a su naturaleza, renacía constantemente en ese presente continuo que exige la vida.
Bien por el chico, que dejó chicas y rosas por la poesía. Entendió que no debía buscar la mejor chica, sino la única. Y se ahorraba así algunas espinas.