Jordi Oliver fotógrafo

Jordi Oliver: “Fotografiar es más que disparar: es observar, escuchar y sentir”

Jordi Oliver (Barcelona, 1966) ha dedicado su carrera a retratar realidades invisibles y a desafiar prejuicios. Desde el Raval de Barcelona hasta las comunidades gitanas de toda Europa, su trabajo no solo documenta, sino que también busca comprender y dignificar a quienes captura con su cámara. En esta entrevista, Oliver nos habla de sus inicios, de la fotografía como una forma de narrar historias y de la importancia de la paciencia, la escucha y el respeto en su manera de acercarse al mundo.

Jordi Oliver fotógrafo¿Por qué la fotografía?

Desde muy pequeño yo tenía un problema importante de dislexia. En aquella época, yo nací en el 66 y entre el 70 y el 73, cuando crecía como niño en edad escolar, la dislexia era una enfermedad que no estaba estudiada en España. En este contexto, poco a poco fueron limitando el hecho de que yo pudiera expresarme a través de la escritura, que era lo que yo quería hacer. Esto tuvo un impacto dentro de mi cabeza: si no puedo escribir y explicar historias a través de la palabra, tendré que hacerlo a través de la imagen. A esto se le suma también la vivencia familiar. En casa, mi padre tenía una pared llena de fotos de cuando vivía en África. Él era republicano y tuvo que escapar de la guerra con su abuelo, que era fotógrafo, cazador y aventurero, un poco al estilo de los que vemos en las películas. Entonces, bajo aquella pared de mi casa llena de fotografías en blanco y negro, espectaculares, mi padre me sentaba en sus rodillas y me explicaba la historia detrás de cada imagen. Creo que eso tuvo mucho que ver finalmente en que yo eligiera la fotografía para contar historias.

¿Y tú has ido a África a hacer fotos como aquellas?

Muchas veces. Pero realmente lo que siempre he querido es volver para reconstruir la memoria de mi abuelo. Él murió allí, en un lago, y mi padre siempre me había contado la historia de que nunca había podido ir a ver su tumba. Con esto en mente, una de las propuestas que hice en el máster de documental que estudié en la Pompeu Fabra fue el viaje de un fotógrafo que va a ver la tumba de su abuelo y recuperar su memoria familiar. Me habría gustado, a través de las fotografías de mi abuelo y del recorrido, reconstruir estas historias antiguas y crear nuevas. Pero para eso hace falta buscar financiación, porque hacerlo solo es muy complicado. Aunque es un proyecto que siempre me ronda la cabeza. 

Ahora que hablas de financiación, ¿puede ser que haya leído que para financiarte el primer curso de fotografía tocabas música en el metro?

Correcto. Yo estudié Relaciones Públicas Internacionales y Marketing porque quería viajar, pero me quedó una asignatura pendiente, que era el francés. Tenía unas amigas que vivían en París y me dijeron: “¿Por qué no vienes?”. Y pensé que era una buena idea. Allí, en París, conocí a un familiar de Cartier-Bresson que me dio trabajo en una de las tiendas que vendían fotos de Cartier-Bresson, y fue ahí donde me enamoré de la fotografía francesa: Cartier-Bresson, Doisneau, Brassaï… En ese momento fue cuando decidí que realmente quería ser fotógrafo profesional. Pero, ¿cómo financiaba eso? Estamos hablando de una época en la que los españoles que vivíamos en París necesitábamos una carta verde para poder trabajar a jornada completa, ya que se nos consideraba inmigrantes. Así que se nos ocurrió ir a los bares y cafés de París y empezar a aprender a tocar la guitarra. Allí conocí gente que me enseñaba a tocar y a cantar y, con eso, nos fuimos al metro. Hacíamos mucho dinero, porque en aquel momento era una novedad que la gente tocara en el metro. Y con ese dinero me pagué el primer curso de fotografía en París.

Desde que te planteaste ser fotógrafo, todo ha cambiado mucho en el mundo de la fotografía, aunque has sabido mantener tu mirada crítica. ¿Cómo ha sido la adaptación a los nuevos tiempos?

Técnicamente hablando, no he tenido una adaptación muy grande, porque soy un fotógrafo que viene del analógico y todavía lo tengo muy interiorizado. En digital me siento cómodo, pero no le encuentro esa poesía, a no ser que seas un gran retocador. Entonces, me he renovado a través de la docencia, enseñando a mirar a otras personas que quizás tienen más capacidad técnica que yo, pero a quienes les falta la parte emocional o estructurar un poco la mirada. La docencia me está aportando mucho, pero también dar conferencias constantemente sobre fotografía me da un gran bagaje cultural y me ayuda a entender la fotografía desde diferentes puntos de vista y ver cómo se está innovando.

Volviendo a tu trabajo, abres tu web hablando de “paisaje social”. ¿Qué significa para ti este concepto?

Es un concepto muy interesante, porque yo creo que la realidad del ser humano cambia mucho según el paisaje social en el que habita. Y esto es un poco lo que yo quiero enseñar o desarrollar: es muy diferente si vives en el Raval que en Pedralbes, o si vives en La Mina o en el Gótico. Un paisaje social cambia constantemente. Buscar cómo afecta este espacio social en el ser humano es donde me siento cómodo.

Algo que se nota mucho en tus fotografías es que no eres de esos fotógrafos que toman una foto y se van… ¿Cómo es para ti esa búsqueda de conexión con los sujetos que retratas?

Me educaron en el respeto, sobre todo en el respeto del fotógrafo hacia el sujeto. Y para mí, el respeto no significa estar constantemente fotografiando, sino que primero hay que escuchar a la persona que quieres retratar. Y después observar. Entonces, ese factor de tiempo y paciencia es algo que he ido interiorizando para poder acercarme a los personajes. Y ellos también valoran esa manera de acercarse. No es eso de “te quito el alma y me voy corriendo”. Eso es algo que se hace mucho porque la gente es muy impaciente, esta cultura del fast food que tanto se impone ahora. Yo, por principios, siempre he intentado pasar tiempo con las personas, escucharlas y, si no, lo que hago es intentar hacerme de alguna manera invisible, no molestar si lo que quiero es hacer un robado.

Uno de tus primeros trabajos documentales se centró en el barrio del Raval de Barcelona. ¿Por qué escogiste este barrio y qué esperabas sacar de este proyecto?

En 1986 se declaró a Barcelona como ciudad olímpica. Faltaban cuatro o cinco años para que la ciudad comenzara a cambiar completamente, tanto social como urbanísticamente. Yo, como fotógrafo, en aquel momento sentía que tenía que documentar todo ese cambio de mi ciudad. El Raval era uno de los epicentros porque teníamos claro que habría una limpieza más profunda si Barcelona se abría al turismo. Otro factor era que quedaban los últimos coletazos del transformismo que había tenido mucho peso en los años 50 y durante la guerra aquí en Barcelona. En este sentido, el Raval para mí era hacer un viaje, aunque solo tuviera que cruzar la Gran Vía, ya que yo vivía en Sant Antoni. Pero cruzar esa Gran Vía y meterme en ese mundo de calles, para mí era un viaje total. El Raval, en realidad, se convirtió en mi escuela de fotografía, porque hasta ese momento había hecho unos cursos en París, pero eran de los típicos de laboratorio. Nadie me había enseñado realmente a fotografiar en la calle. A partir de ahí, comencé a conocer a mucha gente, a documentar todos los cambios, tanto urbanísticos como sociales… Y gracias a eso, empecé a ganar premios y a tener repercusión mediática y social dentro del mundo de la fotografía.

“Alma Gitana” es otro de tus grandes proyectos. ¿Qué te motivó a emprender este viaje y documentar la comunidad gitana?

Me gusta mucho romper estigmas. El Raval tenía el estigma de «no entres en ese barrio porque no podrás hacer fotos y te pasarán cosas». Pero cuanto más me dicen «no hagas esto», más ganas tengo de hacerlo, como un niño pequeño. Con los gitanos pasaba algo similar: «no vayas con los gitanos porque te robarán las cámaras y tal». Yo quería romper esos estigmas. ¿Y cómo se hace eso? Pues buscando un hilo conductor, que en este caso fue la música gitana, que me apasiona desde pequeño. No es que viniera de una familia flamenca, pero sí que tenía mucha conexión con el flamenco. Y un día hubo un clic: después de ver la película Latcho Drom, de Tony Gatlif, pensé: «yo quiero hacer esto». Soy una persona a la que le encanta cumplir sus sueños. Y si tengo un sueño, tengo que hacerlo. Y el sueño era hacer lo que Tony Gatlif hizo en la película, viajando desde la India hasta Andalucía. Pero yo, como soy disléxico, lo hice al revés: de Andalucía hasta la India. A través del trabajo que ya había hecho y que me había dado cierta difusión, lancé un crowdfunding en el que hubo mucha participación, y eso me permitió tanto hacer el viaje como publicar el libro. Y ahí ya se cumplió el sueño entero. Lo teníamos todo.

Empiezas la respuesta anterior hablando de romper estigmas. ¿Todo este proyecto ha cambiado también un poco tu percepción sobre la comunidad?

¡Por supuesto! Primero, para responder una pregunta que todo el mundo siempre me hace: “¿Nunca te ha pasado nada?” No, no. Son 12 años dentro de comunidades gitanas y que no me haya pasado nada, absolutamente nada, significa algo. No obstante, a otros fotógrafos sí les han pasado cosas en solo dos semanas. Es decir, es la vida. Puede pasar aquí, puede pasar allá, puede pasar con payos también… No debemos estigmatizar a la gente. Y sí, evidentemente ha cambiado mucho mi perspectiva sobre el mundo gitano. Teniendo en cuenta que el hilo conductor de mi proyecto es la música, ver cómo, a pesar de vivir en situaciones muchas veces deplorables, siguen cantando, bailando… Estoy muy contento de haber podido entrar en estas comunidades y de vivirlas desde dentro y con tiempo.

Una comunidad que, a pesar de vivir a miles de kilómetros unos de otros, tiene muy claras sus tradiciones y sus orígenes. ¿Es así?

Sí, así es. Ha sido un pueblo perseguido desde siempre, desde que nació como tal, y siempre tienen la sensación de que no son bien aceptados en muchos lugares a los que van. Porque, aunque haya más de 12 millones de gitanos en el mundo, el hecho de no tener un espacio donde puedan agruparse hace que tengan un sentimiento muy profundo sobre lo que significa ser gitano, y da igual que sea en España, Francia o los Balcanes. Es algo que los une y que los hace sentirse orgullosos.

Este es un proyecto que ha durado 12 años. ¿Cómo es enfrentarse a un proyecto tan largo?

Con pasión. Si no tienes pasión, no lo afrontas. Y esto vale para cualquiera que quiera hacer proyectos. Si no hay una pasión detrás, es imposible hacer incluso un proyecto de una semana o de un día. Yo siempre he tenido muy claro que el día que dejas de tener esa pasión, el proyecto se acaba. Y, de hecho, ha pasado un poco esto. Es decir, después de 12 años, ya no tengo aquella pasión por seguir investigando, etc. También el hecho de haber documentado una boda que cerraba un ciclo me ayudó un poco a decir: «bueno, la historia ya se ha acabado aquí». Eso no significa que no siga haciendo fotos sobre el tema, pero en algún momento hay que cerrar la historia.

A lo largo de este proceso, ¿hubo algún momento o personaje que te impactara especialmente? ¿Alguna historia que se quedara contigo de una manera especial?

La verdad, hay muchos. Muchos son músicos, porque tienen un virtuosismo que te deja alucinado. La mayoría no tiene estudios musicales, todo es intuición. No obstante, el personaje que quizás más me ha impactado es Esmeralda Romanez, que es la mujer que se encarga de ayudar a la comunidad gitana y que representa a las mujeres gitanas en Bruselas. Es quien lucha constantemente por ellos, para que no sean expulsados, para que tengan vivienda social, para que tengan educación… Para mí, esta mujer ha sido el personaje, el eje central de estos 12 años de proyecto.

¿Y ahora, cuál es el siguiente proyecto?

Es difícil de responder cuando todavía estás cerrando un proyecto. De «Alma Gitana» aún estoy haciendo cuatro exposiciones. No obstante, me estoy tomando con mucho cariño el proyecto «Barrios», donde queremos fotografiar a las mujeres invisibles en los barrios periféricos de Barcelona. Creo que es un buen momento para hacerlo, primero por el propio hecho de visibilizar a la mujer, y también porque es un proyecto que empieza el 8 de marzo. Me hace mucha ilusión porque es un proyecto compartido con participantes del taller, personas que también aman la fotografía. Yo seré el director del equipo, pero habrá mucha gente que hará posible este proyecto: fotografiar a estas mujeres invisibles en los barrios periféricos de Barcelona, que siempre están encerradas allí, que nunca salen de esos edificios grandes llenos de gente, y poder darles voz, darles imagen, hacer que se sientan importantes…

Para acabar, una pregunta doble. Primero, si tuvieras que escoger una única foto tuya, ¿cuál sería y por qué?

¡Es muy difícil elegir solo una! A ver, me gusta mucho el retrato de las personas y su contexto. Quizás, en este sentido, escogería un retrato de un hombre del Raval, que aparece con la mirada perdida y, detrás de él, las ruinas de La Rambla, de su barrio y de su casa.

Por otro lado, ¿qué fotografía de otro autor desearías haber tomado tú?

Hay un fotógrafo del que nadie habla y que a mí me gusta mucho, que es Sergio Larraín. Lo descubrí en 2007 en el Festival de Fotografía de Arlés. Salí llorando de aquella exposición. Hacía muchos años que nadie exponía nada suyo, y Koudelka reunió toda su obra y la expuso en aquel festival. Sus encuadres, toda su serie de Valparaíso, las prostitutas… Me habría gustado mucho parecerme a él y tener la capacidad de colocar la cámara como él la coloca. Para mí, es un maestro.

 

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